Siempre tú y siempre con tu mismo cartel -“make up my room”- colgado a las 7 en punto del manillar de tu puerta. Siempre yo con mis prisas y el sonido de mis tacones que se detienen un instante frente a la mía para colocar el mismo letrero. Siempre ambos, compañeros de pasillo, viajando a través del mundo y encontrándonos a veces junto al mar y otras en el hemisferio sur. Siempre con demasiada prisa como para cruzar una sola palabra.
Aquel otoño, dorado tenue por la escasez de Sol y las hojas caídas de los árboles, hubo un congreso en la Costa Blanca al que mi empresa me obligaba a asistir. Yo, aunque reacia como siempre, acudí porque en realidad no encontraba otra cosa mejor con la que ocupar mi tiempo. Pasé por la mañana, poco después de las 7 y camino del ascensor, por delante de tu puerta. En un principio no supe que el ocupante de aquella habitación eras tú, pero la visión de aquel cartel abrió dentro de mi mente una pequeña manilla que comenzó a gotear, inundando poco a poco mi cabeza con tu imagen.
Esa misma noche, cuando estaba a punto de salir del hotel, alguien pasó a mi lado, como una presencia cuya esencia dura un instante y después sólo queda vacío. Sin siquiera girarme supe que eras tú. Tú, siempre con tus andares frenéticos, las mangas de tu camisa meticulosamente remangadas y tu incansable puntualidad con el cartel de las 7. Tú con todas aquellas cosas que yo detestaba en un hombre. Pero al mismo tiempo tú y tu maravilloso aroma y tu misteriosa presencia, tú y el absorbente halo que te rodea. Desahucié de mi cabeza todo sentimiento de culpa respecto a la cena que me iba a saltar y caminé directamente hasta el ascensor. Las puertas estaban a punto de cerrarse y me colé por el estrecho espacio de aire que dejan un instante antes de aplastarlo como si fueran prensadoras.
Estábamos tú y yo solos, en el ascensor, con el número 7 señalado en luz amarilla. Tu piso, compañero de planta. Te miré fijamente, queriendo que leyeses en mis ojos todo lo que quería contarte y que no me atrevía a decir: que te deseaba y que al mismo tiempo te odiaba, que estaba loca por sentir algo así por alguien a quien apenas conocía. Tú me devolviste la mirada y esbozaste una media sonrisa.
- Nos conocemos.
No fue una pregunta. El agua con tu imagen desbordó mi cabeza y me lancé hacia tu cuello como si fuera una vampiresa sedienta de sangre, y tu olor, tu olor y el calor de tu pecho y tus manos temblorosas en las que por primera vez no percibí aplomo, me sumergieron en una burbuja. Sentía el aire denso, como si estuviera compuesto de aceite, y el sonido de la puerta de tu dormitorio al cerrarse fue como un cañonazo en la distancia. Poco me importó el precio de tu corbata de marca o que los botones de tu camisa volaran por los aires. Tú estabas ahí, conmigo, cuando treinta segundos antes no eras más que un extraño entrando en un ascensor.
Lo que pasó aquella noche queda entre nosotros, como un secreto que guardan dos niños pequeños y que hace de su amistad algo casi sagrado, porque a nadie le importa saber más que el dato de que, a la mañana siguiente, sobre las diez, cuando aún seguíamos despiertos, saliste sin tu chaqueta impoluta ni tus pantalones de raya perfecta ni tus dientes recién cepillados y dejaste en la puerta colgando un “do not disturb”.