-Me has conocido en un momento extraño de mi vida.
"A todas ellas van también dedicadas estas páginas, con el extraño y alentador afecto que sólo es posible mantener entre personas que no llegan a conocerse nunca".

Soledad Puértolas, en el prólogo de Una enfermedad moral.

Mala educación.

No diste un portazo porque habría sido realmente de muy mala educación. La mujer seguía gritándote y te persiguió escaleras abajo a través de los pasillos del colegio donde tuviste la mala suerte de tropezarte con su hijo. Repetía una y otra vez que no estabas capacitada para dar clase, que eras solo una doña nadie que no encontraba su sitio y que no tenías ni los conocimientos ni las aptitudes necesarias para lidiar con niños.

Cuántos noes en una misma frase.

Preferiste hacer oídos sordos a la cascada de insultos que escupía tu persecutora, e imaginabas sus sílabas desprendiéndose unas de otras y estrellándose contra el suelo como gotas de lluvia en mitad de una tormenta; y, como el agua, sólo perdurarían hasta que la luz del Sol (y en tu caso, la de la Luna) evaporase sus elementos.

Cuando al fin tus ojos se toparon con la conserjería, respiraste aliviada. La paciencia siempre fue tu fuerte, pero en tu interior crecía y crecía un árbol de ramas tupidas que se alimentaba de sarcasmos.

Dejaste de escuchar por un momento el ruido de sus pisadas cuando te preguntó que dónde regalaban las diplomaturas universitarias.

Te mordiste la lengua para no recordarle que al menos no eras un florero encarnado en el cuerpo de una Barbie cincuentona, que no estabas allí por haberte tirado a medio profesorado en la universidad y que no tenías que aparentar nada que no fueras convirtiéndote en un monigote alzado sobre un par de tacones de aguja.

Porque aunque nadie se lo crea, las profesoras de primaria también piensan ese tipo de cosas.

Sentías las hojas a punto de desgarrar tus tendones para abrirse paso y ver la luz, atravesándote la piel como agujas de cirujano. Te mordiste tanto el labio inferior que tus dientes dejaron marcas lisas sobre su superficie. Abriste la puerta de la calle y el aire gélido del invierno golpeó tu rostro. Pensaste en lo bien que estarías media horita después, en casa, cobijada bajo una manta de lana y sintiendo el calor de los halógenos de tu salón.

Y parecía que la muñeca de plástico no lo era de tal, sino de cuerda: la que su estúpido niño había estado toda la tarde girando.

Sus gritos se perdían con el aire, y las raíces de tu árbol del sarcasmo se te hundían en el estómago. Cuando cruzaste la verja y tus pies se posaron sobre los adoquines, sentiste impulsos de esperarla y bajarla de un momento, y a la vez, de sus tacones, su trono y la cima de su ego. Podrías haberlo echo de una buena bofetada, pero siempre fuiste sensata y creías que la violencia no llevaba a ninguna parte. No querías que una denuncia adornara tu expediente porque en el mundo existieran mujeres con dinero de más y cerebro de menos.

Dejaste de escuchar los filos de sus tacones rompiendo la escarcha del suelo, y giraste un poco la cabeza. Estaba parada y mirándote, sobre la línea que separaba el colegio de la acera. Le sonreíste dulcemente, mirando sobre tu hombro, y seguiste tu camino. Las ramas del árbol se plegaron como las flores del naranjo cuando llega el alba.

Tomaste la calle que conducía a la parada de autobús donde habías de esperar un buen rato, como de costumbre, bajo la nieve o bajo el calor del Sol estival, o rodeada de un bochorno de esos que ponen de mal humor a cualquiera, a que llegara el vehículo y su conductor de gran sonrisa. Siempre a la misma hora, al volante del 39. Una gran multitud te rodeaba y los pasos de cebra se alternaban con el gris de la piedra que tus pies golpeaban periódicamente. Viste el verde del peatón en el semáforo y cruzaste mientras te preguntabas si te daría tiempo a llegar a casa antes de que tu compañero de piso se hubiese marchado. Tenías ganas de regalar tu noche al neón de un bar de copas.

Escuchaste un frenazo repentino. Respiraste hondo, mientras oías chirriar el segundero de tu reloj de pulsera. Casi antes de que pudieses mirar hacia tu derecha un gran coche oscuro dejó su morro a pocos milímetros de tu cuerpo. Esperabas un pobre ancianito que no había podido distinguir bien el color del semáforo, o una abnegada madre que había estado intentando calmar los llantos de su bebé.

Y entonces viste su cara. Rubia, enjoyada. Envuelta en un abrigo con estampado de leopardo. Y viste sus tacones aún sobre el freno y su alianza de diamantes, y su asqueroso elitismo y sus conversaciones repletas de nada. Y el árbol batió sus ramas y los gritos rasgaron tus cuerdas vocales.

La mujer no tardó en perderse, a lomos de su montura oscura, entre las luces de las estrellas artificiales que comenzaban a iluminarse a ambos lados de la calzada. Varias personas te miraban, en silencio o comentando en susurros, desde una prudente distancia, mientras tus gritos invadían cada milímetro del aire en varias manzanas a la redonda.

Cuando creíste que tus pulmones no podían tomar más viento con el que empujar tus palabras al exterior, te diste media vuelta. Sentías las mejillas ardiendo y tus manos temblaban a ambos lados del cuerpo. Llegaste a la parada del autobús, y miraste tu reflejo sobre un anuncio de pantalones. Nunca habías visto un ejemplo más preciso de la expresión “tener los ojos inyectados en sangre”, tanto que el dicho casi estaba literalizado. El 39 se divisaba en la distancia, rojo como la sangre que hervía en tus retinas.

Mientras la puerta se abría su sonrisa nació al ver tu cara. Parecía que no le importaba tu expresión asesina. O puede que ésta hubiese cambiado en sólo un segundo.

10 comentarios:

wow... me dejaste gratamente enganchada....

^^

beso azul para vos!

 

'0' me as dejado sin palabras :)

 

Muy buen relato, para releerlo despacio varias veces.

 

no dejes de escribir
tenes el don

saludos :)
claudia

 

Qué historia! espero que continues =)

 

Me has dejado picada!
besossssssss

 

A la gente hay que bajarla de la cima a patadas, sino se acomodan demasiado.

Muás
llenitos
de
sombras
azules

 

MAGINIFICO, INCREIBLE
WOW!!!!!!!!!!!!!!!!!!
me has dejado sin palabras. que historia tan nitida y seductora, me recuerda algo que me paso recientemente, nunca dejes de escribir, y que algun dia te veamos publicada.
desde ES un saludo y felicitacion. OYE POR CIERTO, ya no nos lees?
De todos modos, grax por tan bellas lineas

 

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Song of myself. XXIV

Unscrew the lock from the doors!

Unscrew the doors themselves from their jambs!
Whoever degrades another degrades me,
And whatever is done or said returns at last lo me.
Through me the afflauts surging and surging, through me the current and index.
I will accept nothing which all cannot have their counterpart of on the same terms.

Walt Whitman.