-Me has conocido en un momento extraño de mi vida.
"A todas ellas van también dedicadas estas páginas, con el extraño y alentador afecto que sólo es posible mantener entre personas que no llegan a conocerse nunca".

Soledad Puértolas, en el prólogo de Una enfermedad moral.

Un día cualquiera (continuación de "Mala educación").

Más que continuación, podría considerarse una historia paralela. Espero que disfrutéis leyéndola tanto como yo lo hice mientras la escribía. (=



Todo auguraba que aquel iba a ser un buen día. Cuando salió de casa las estrellas titilaban a punto de extinguirse en el rosa pálido del cielo, y el frío no era intenso para la estación del año en la que el hemisferio norte estaba sumido.

En torno a las diez de la mañana ya había realizado tres veces su recorrido. Durante el tiempo en que los semáforos le obligaban a permanecer estático en mitad de un océano de vehículos-y a él le gustaba pensar que el claxon de los coches era el sonido de las gaviotas de cuidad- miraba a través del retrovisor a sus pasajeros. Tan cercana la Navidad lo corriente era transportar personas cargadas de regalos, sobre todo cuando les conducía a alguno de los grandes centros comerciales que se alzaban dominantes y tentadores entre los edificios de viviendas y oficinas. Alzó los ojos y recorrió con la vista lentamente el interior del autobús. Al fondo, un ejecutivo trazaba estrellas sobre el vaho del cristal, mientras un niño pequeño que viajaba con su abuela le observaba sin pestañear. La anciana hablaba sin parar a un adolescente que sonreía pidiendo a gritos mudos que alguien se llevara a la mujer de su lado. Delante de ellos una chica, que él imaginó recién salida de la Universidad de Bellas Artes, escribía algo en un cuadernito que apoyaba sobre sus piernas semialzadas. Un hombre, a su izquierda, relataba en voz alta a su compañero una historia realmente divertida, a juzgar por las carcajadas que arrancaba en él a cada frase que explicaba. Luego, unas cuantas personas desperdigadas a lo largo de la hilera de asientos; y el vacío. Raúl se había fijado en más de una ocasión en que los pasajeros vacilaban a la hora de escoger un buen lugar donde dejar pasar el tiempo hasta que el 39 llegara a su parada, y siempre optaban por los asientos de atrás. Mejor cuanto más al fondo. Esto, aunque no quisiera, le molestaba bastante. Se aburría tremendamente y echaba de menos una profesión en la que pudiera hablar con la gente algo más que el “son uno con veinte, por favor” de rigor.

Le gustaba mitigar el aburrimiento imaginando cosas, haciendo planes imposibles en su cabeza y diseñando la casa que nunca tendría. Cuando le preguntaban en qué invertía todo ese tiempo que pasaba en soledad, a pesar de estar en continuo contacto con cientos de personas, él contestaba que le entretenía la música que escuchaba bajito en su cabina, y que el sobrante lo invertía en atender a las retrasmisiones de los partidos de fútbol por la radio y a las conversaciones que mantenían los ocupantes de su autobús. Nadie le habría creído si hubiese dicho que ni siquiera oía la canción que sonaba cuando comenzaba a construir castillos en su mente.

Pero la mayoría eran de naipes y Raúl conocía su efimeridad, que sólo aguantaban en pie el tiempo que el aire permanecía calmado en su mente. En el momento en que los sacaba al exterior, cualquier soplo los destruía.

El día había pasado sin sobresaltos, y una vez más la profecía de la mañana había resultado ser incierta. Estaba empezando a cansarse de no poder afirmar que había tenido un día agradable. Tampoco eran días malos los que llenaban las páginas de su historia, y era consciente de que debía agradecer este hecho, pero no pasaban de ser más que insulsos y aburridos. Y él tenía más esperanzas sobre a vida para conformarse con eso. La tarde ya estaba llegando a su fin, y la Luna amenazaba con salir tras la marcha de la luz.

Abrió la puerta tras detenerse ante una parada más de su recorrido, mientras tenía la mente ocupada pensando en lo que haría si acertara una quiniela. Miró sin fijarse mucho hacia los escalones, y entonces la vio. No era alta ni pequeña, ni delgada ni gorda. Ni siquiera tenía el pelo de un color que pudiera expresarse con una sola palabra. No tenía nada que la distinguiera de las demás, pero al mismo tiempo el halo que la rodeaba la hacía única. Por ella apilaba día a día los reyes sobre las sotas y ella era quién traía la realidad a su mundo de ficción. Era al mismo tiempo la princesa del palacio y el enemigo que lanzaba piedras contra sus muros. Porque él sólo la conocía de vista, y sólo era capaz de respirar su indiferencia. Cuando Raúl la sonreía, como acababa de hacer mientras ella subía sin apoyarse en la barandilla, sólo recibía el desvío de su mirada hacia el suelo. Nunca había intercambiado una frase con ella porque siempre llevaba abono, que picaba en la máquina con un gesto cansado y lánguido. Mientras observaba por el retrovisor como buscaba asiento, mucho más adelante que el resto del pasaje, oía el ensordecedor sonido de la arena volando desenfrenada en brazos del viento, separándose de los torreones que una vez formaron su castillo.

Él la llamaba Sofía. La bella Sofía, infinitamente sabia. Su Julieta, su Melibea, su Jimena.

Su Dulcinea.

El resto del viaje la observó a cada momento que el tráfico se lo permitía. Parecía que había tenido un mal día porque se apretaba los nudillos de una mano con la otra, y sus dedos parecían temblar. La cuidad y todos aquellos que habitaban en ella desparecieron ante sus ojos y sentía que una de sus pupilas captaba el mundo y la otra su universo, y su cerebro ya no era capaz de separarlos. La vio escribir algo y guardárselo en un bolsillo, unos minutos antes de llegar a su parada. Cuando el autobús se detuvo, ella no bajó por la puerta de atrás, sino que se acercó vacilante hacia su cabina. Le miró un momento y le tendió un pedazo de papel, que Raúl cogió creyéndose un loco más que nunca. La realidad de sus sueños se estaba fundiendo con la del mundo que le rodeaba, si es que lo de fuera es lo cierto y lo que se esconde, la mentira. Luego ella se alejó apresuradamente con la vista fija en el suelo y tan sólo se giró un instante y le miró antes de doblar la esquina. Apretó el papel fuerte en su mano, y al intentar abrirlo su filo le desgarró la piel y una gota de sangre apareció brillante sobre los poros. Sangraba. Se había cortado y sangraba. Luego no estaba muerto. La locura que había creído verdad había resultado no serlo tanto.

Notó que los pasajeros se revolvían inquietos en sus asientos, detenidos todos frente a una parada vacía. Desdobló los pliegues del papel y leyó lo que estaba escrito en su interior. “Beatriz, 696756325”.

Sonrió. Nunca antes había pensado en Dante.

11 comentarios:

vaya! iba a poner una sonrisa pero se me han adelantado!! bueno, la pongo igual :)) doble!! :)) la he disfrutado mucho :)) gracias!!! una historia genial! :))

 

bonito el cambio del blog :)))

 

Sí, la he disfrutado tanto leyendo como tú escribiéndola :)
Besos! :D

 

creo que cualquier momento es bueno... si nos cambia la vida para bien

 

Beatriz Portinari :) Seguro que se parecía a ella, el nombre de Beatriz siempre me ha parecido precioso.

Muás con
sabor a
chocolate

 

Siempre me encantó la historia de Dante, los poetas me encantan. :) Además la chica y yo tenemos el mismo nombre. Una historia encantadora Lena, sobre todo las referencias literarias, ahí te has salido. Muaacks

 

Joder! Qué bueno. sin palabras. Siempre es un placer leerte, mucho talento....Un abrazo enorme!

 

Sin palabras! Que encantadora historia.
Ese fulgor al recibir elmpapelitony después la expectativa de conocer su contenido wow! Seguro que eso le hizo el día.
Genial

 

Prueba mas de que los días nunca son "días cualquiera" cada uno tiene su tinte de especial use pues fue mas allá convirtiéndose en excepcional.
(por cierto que bien quedo tu blog)

 

no habia tenido tiempo de leer ésta historia paralela..:) pero es encantadora! (como vos)

saludos niña azul... besucos!!

 

me has enganchado aún más...Sigue escribiendo!!!!!
Quiero saber más!

 

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Song of myself. XXIV

Unscrew the lock from the doors!

Unscrew the doors themselves from their jambs!
Whoever degrades another degrades me,
And whatever is done or said returns at last lo me.
Through me the afflauts surging and surging, through me the current and index.
I will accept nothing which all cannot have their counterpart of on the same terms.

Walt Whitman.