El peso de su cuerpo sobre el suelo del parque hacía crujir la arena como si fuera nieve desmenuzada. Se sentó en un banco de madera, sintiendo la humedad a través de la tela de sus pantalones, y se abrazó las piernas bajo la mortecina luz, anaranjada, de las farolas. Apoyó la mejilla derecha sobre sus rodillas dobladas y contempló un cielo vertical y encapotado más propio de una noche de primavera temprana que del invierno en el que estaba sumido Madrid.
Le dolía la cabeza y estaba cansada pero totalmente despierta. Se puso a pensar en su día entre libros y esquemas, rodeada de hojas arrugadas y aburrimiento y manuales gruesos como ladrillos. Pensó una vez más en que las cosas no suelen salir como uno quiere. Pensó en el esfuerzo no recompensado, en las horas perdidas, en los días pasados. Casi le entraron ganas de llorar otra vez. Pensó en el día en que estuvo a punto de desistir y no presentarse a los tres exámenes que le quedaban: había llegado a su límite y sentía que la ansiedad, al principio como una canica en su estómago, casi tenía el tamaño de un balón medicinal. Y pesaba lo mismo en su mente. Pensó en lo injusto que era tener que arrastrar su ansiedad desmedida y sus montañas de apuntes atados a una cadena de hierro a la pierna, como si fuera un fantasma que se niega a abandonar la casa donde vivió o un reo cavando zanjas en los márgenes de las carreteras estadounidenses durante la Gran Depresión.
Recordó cómo una voz había dicho en su cabeza “¡Déjalo!” y como ella había estado a punto de obedecer la orden. Se vio a si misma llorando sin consuelo y hablando de lo odioso que era estar en su papel, de lo desafortunada que se sentía por tener que estudiar tanto, de este desalmado sistema que roba a los jóvenes sus mejores años. De lo injusto que era el mundo.
Y ahí halló la respuesta.
De repente se sintió ridícula al estar llorando por si misma al tener que estudiar y no por todos aquellos que desearían tener siquiera la oportunidad de llorar por un examen.
Volvió de nuevo al presente, al aire húmedo de aquella noche nublada. Se hacía tarde. Despegó la cabeza de las rodillas y se puso de nuevo en pie, camino de su casa. Estaba orgullosa de haberse dado cuenta de la necesidad de relativizar las cosas. Era un pequeño paso más hacia la madurez espiritual que esperaba alcanzar algún día.
Le dolía la cabeza y estaba cansada pero totalmente despierta. Se puso a pensar en su día entre libros y esquemas, rodeada de hojas arrugadas y aburrimiento y manuales gruesos como ladrillos. Pensó una vez más en que las cosas no suelen salir como uno quiere. Pensó en el esfuerzo no recompensado, en las horas perdidas, en los días pasados. Casi le entraron ganas de llorar otra vez. Pensó en el día en que estuvo a punto de desistir y no presentarse a los tres exámenes que le quedaban: había llegado a su límite y sentía que la ansiedad, al principio como una canica en su estómago, casi tenía el tamaño de un balón medicinal. Y pesaba lo mismo en su mente. Pensó en lo injusto que era tener que arrastrar su ansiedad desmedida y sus montañas de apuntes atados a una cadena de hierro a la pierna, como si fuera un fantasma que se niega a abandonar la casa donde vivió o un reo cavando zanjas en los márgenes de las carreteras estadounidenses durante la Gran Depresión.
Recordó cómo una voz había dicho en su cabeza “¡Déjalo!” y como ella había estado a punto de obedecer la orden. Se vio a si misma llorando sin consuelo y hablando de lo odioso que era estar en su papel, de lo desafortunada que se sentía por tener que estudiar tanto, de este desalmado sistema que roba a los jóvenes sus mejores años. De lo injusto que era el mundo.
Y ahí halló la respuesta.
De repente se sintió ridícula al estar llorando por si misma al tener que estudiar y no por todos aquellos que desearían tener siquiera la oportunidad de llorar por un examen.
Volvió de nuevo al presente, al aire húmedo de aquella noche nublada. Se hacía tarde. Despegó la cabeza de las rodillas y se puso de nuevo en pie, camino de su casa. Estaba orgullosa de haberse dado cuenta de la necesidad de relativizar las cosas. Era un pequeño paso más hacia la madurez espiritual que esperaba alcanzar algún día.
8 comentarios:
Qué bonita reflexión! Deberiamos de hacerlo más a menudo....tendemos a magnificar demasiado los problemas cuando en realidad no son tan importantes. Un placer leerte otra vez! Un abrazo, cuidate!
Vaya, qué profundo es. Realmente, cuando tenemos algo somos incapaces de valorarlo, sin darnos cuenta de lo mucho que querrían otras personas tener lo que nosotros despreciamos.
Es precioso, y además completamente cierto.
Un besazo
si... hay situaciones q pensamos q son desastrosas y despues, pasan cosas mas grandes y... nisiquiera nos damos cuenta!
Saludos
es cierto :) a veces nos da por dramatizar y es bueno relativizar :)) y un momento feliz cuando somos conscientes de eso :) muchas gracias por tu visita! :))) un biquiñoooo!! :)))
Siempre es bueno relativizar y también priorizar.
Interesante tu relato.
Saludos cordiales,
Hasta pronto.
Vivir haciendo felices a los demás es precioso, pero si no eres capaz de compartir esa felicidad la envidia te quema el corazón.
Un besazo enorme (:
Hay que ser valiente... Y pensar bien las cosas.
Me encanta tu decisión y pensamiento.
Un besito desde Marte
Mirna
HOLA LENA
q bueno s saber de ti.
la frese es de una novela de virginia woolf: AL FARO....y es esplendida, tal vez en algunos meses vaya a madrir, y puede que estemos tomando un buen whiskey , apeteciendo simpatia y confiandonos nuestros tormentos. sigue escribiendo, bella entrada
Publicar un comentario
¡Gracias por tu tiempo!