Sueño en una noche de verano, como un día lo hizo Shakespeare, sintiéndome pequeña bajo las estrellas. Pienso en la brisa y en las luciérnagas, como astros terrenales, y en lo oscura que se quedaría la noche sin ellas.
Escucho su respiración muy cerca de mi oído, el crepitar de la leña a un par de pasos, las cigarras a lo lejos. Sigo mirando el cielo hasta ver las nebulosas.
- ¿Aún sigues queriendo ser escritora?- pregunta de pronto.
- ¿Cómo?- pensaba que dormía, flotando entre relojes y sillones como Alicia al caer por la madriguera. Las abejas que revolotean por mi mente se quedan detenidas en el aire, acallando su zumbido-. ¡No, no! Ya no.
Gira su cara y me mira, con las cejas encorvadas.
- ¿Y eso por qué?
- He cambiado de idea.
Vuelve voltear la vista hacia el cielo. El viento empuja las nubes plateadas, que esconden a ratos la Luna y permiten que la oscuridad nos envuelva. Oscuridad medio asfixiada por nuestro fuego moribundo.
- Hace tres días decías que querías ser una escritora brillante…
Niego con la cabeza, aunque ella no me esté mirando.
- Ya no quiero ser brillante. Creo que ni siquiera quiero ser escritora. De todas maneras, si lo fuese, querría ser simplemente aceptable.
- ¿Por qué?
- Todos los grandes escritores han sido personas torturadas. Y más aún las mujeres. ¿Sabrías darme el nombre de alguna escritora brillante que haya ha tenido una vida fácil?
- ¿No te gustaría ser pionera?
Venus brilla a lo lejos, pequeña, incandescente. Sueño con los millares de estrellas que se extienden sobre mi cabeza, con todas aquellas que puedo ver y con las que no. Tomo aire, llenando mis pulmones de esta noche de verano.
- Prefiero no arriesgarme a terminar como Sylvia Plath.
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