-Me has conocido en un momento extraño de mi vida.
"A todas ellas van también dedicadas estas páginas, con el extraño y alentador afecto que sólo es posible mantener entre personas que no llegan a conocerse nunca".

Soledad Puértolas, en el prólogo de Una enfermedad moral.

Vigilia


Había una vez un país donde unos pocos consiguieron que la mayoría interiorizase la máxima "el trabajo duro se recompensa" como una verdad indiscutible, y nos tragamos el sueño americano como una píldora contra la desesperanza. Pero yo mantuve el placebo un tiempo descansando en mi lengua y después de ver lo que vi y de sentir lo que sentí hoy lo escupo y me quedo con mi futuro sin sueños y con la realidad sin filtros. Porque la vida es una carrera de fondo, y no todos partimos desde la misma línea de salida.  Todos somos iguales en el momento de nuestro nacimiento: nos arrojan al mundo desnudos, indefensos, llorando. Para algunos, para los poderosos y los sin escrúpulos, la vida se ablanda y las metas parecen alcanzables. Otros, los invisibles, los que viven en vigilia, mueren como han nacido, y su existencia se torna en un laberinto circular.


Pero ellos insisten en repetir el mantra vacío que inventaron como una dosis de morfina para los que viven en la espiral infinita. Y así les mantienen ciegos ante la injusticia de las condiciones de su nacimiento, con la cabeza gacha y el cerebro lleno de palabras de esperanza. Sumisos. 


Nunca más. 




Noctámbula

Cuando el Sol se esconde detrás de los edificios y las tinieblas comienzan a reclamar el espacio que la luz les roba durante el día, ella sale de su agujero. Alrededor de su cuerpo parece orbitar un halo argentado que la acompaña a todas partes. Es morena y pálida, como si hubiese sido engendrada por seres nocturnos. Todos los amaneceres comienza una hibernación y todos los atardeceres vuelve a nacer, cuando la boca oscura de la noche pronuncia su nombre en un susurro. Y entonces sale a las aceras, las mismas que no conoce bajo la luz del día, y camina y se pierde entre los callejones de Madrid. Y su cerebro se reactiva bajo el abrazo de la Luna y es capaz de verlo todo con más nitidez, y es capaz de sentir la felicidad en su estado más puro.


En el barrio alguien comenta que es una mujer extraña, una noctámbula, una asceta que huye de la luz. Ella se ríe, porque sabe que únicamente después de que las estrellas cubran el cielo de pimienta plateada puede respirar la belleza sublime que sólo los hijos de la noche tienen el privilegio de conocer.


Contra la falta de fe.



La rutina. De nuevo, las clases. Y el ir y venir de gente, de gritos, de empujones en el Metro y de aire denso en los pasillos. Hace más de tres semanas que mis vacaciones de Navidad terminaron y lo hicieron, afortunadamente, después del imperativo del calendario: incluso el tiempo se permite un poquito de rebelión en ocasiones.
Sin embargo es ahora cuando empiezo a tomar consciencia de que las cosas han vuelto a su orden natural, como un río que se sale del cauce durante los días estivales y que con la llegada del otoño vuelve a su viejo camino. De nuevo la rebelión, esta vez en la Naturaleza.
Y es precisamente la rebelión algo en lo que pienso a menudo. Porque “rebelión” es una palabra muy amplia y porque engloba cientos de significados. Es uno de esos términos que son como el agua, que carecen de forma definida y adquieren la que tenga su recipiente. O la que le demos en nuestra mente.
Y siempre hay algún escéptico (o alguien que dice ser crudamente realista) que sube un par de dedos la persiana y deja que alguna sombra se introduzca en nuestra habitación iluminada. Y dice cosas que se parecen a “como si una rebelión fuera a servir para algo”.
Yo, que trato de vacunarme contra la falta de fe, prefiero volver a bajar la persiana y seguir creyendo en ella. Llámenme ilusa, pero estoy segura de que en alguna de sus miles de acepciones se lleva a la práctica.




He vivido.

Acabo de darme cuenta de que escribo para esconder en el interior de personajes ficticios lo que realmente siento. Cambian las descrpciones, cambian los nombres, cambian los lugares; pero el personaje permanece invariable: soy yo, detrás de una apariencia masculina o de una mujer madura. Soy todo lo que escribo. Pero me he dado cuenta de que también soy todo lo que no escribo.

Hoy quiero dejarlo todo a la vista, enseñar las cartas en su totalidad y no sólo las que quiero que los demás conozcan. Quiero dejarme de cinismos y de nombres falsos y de creer que son ellos y no yo los que hablan. Quiero exponerme porque estoy cansada de fingir, cansada de esconderme, cansada de negar que yo también siento dolor y que también lloro y que me desespero y que me muero de risa y que a veces soy feliz.

Sí, yo soy todo lo que habéis leído en todos mis textos anteriores. Y soy todo lo que leeréis en los que sigan. Sí, tengo muchos sueños y también tengo mucho miedo: miedo de todo, de la realidad de mi vida adulta -que a veces siento retrasada por circunstancias ajenas, tan ajenas como la luz a los peces abisales-, de convertirme en alguien que no me guste, de arrepentirme de demasiadas cosas, de que la gente se compadezca de mí y empiecen a tratarme como una muñequita de porcelana que se puede hacer añicos contra el suelo al más mínimo roce, de que aquellos que me quieren me dejen, de despertarme un día y haber perdido las ganas de escribir. Tengo miedo, mucho miedo, y también tengo grandes sueños por cumplir y muchas esperanzas que se intensifican o casi se diluyen dependiendo del día. Y sí, soy negativa hasta rozar lo enfermizo y un segundo después la vida se dibuja ante mis ojos como algo maravilloso e inconmensurable. Y sí, mil veces me han llamado rara y hay veces que me parece un halago y otras que se me clava como el peor de los insultos.

Pero he mirado al dolor a los ojos y he sentido sus dientes negros mordiendo mi carne. Y he llorado hasta que mis lágrimas, como avispas oscuras, han hecho un nido en mi pecho. Y he descubierto a base de tropezar y recomponerme que no hay nada más aterrador y maravilloso que la vida y el mundo. Porque he sobrevivido, Porque, es más, he vivido y respiro. Respiro ese aire contaminado y terrible y dulce y cargado de esperanzas de mi ciudad.

Respiro. Y respiraré. Y Madrid será testigo.


Siempre tú y siempre con tu mismo cartel -“make up my room”- colgado a las 7 en punto del manillar de tu puerta. Siempre yo con mis prisas y el sonido de mis tacones que se detienen un instante frente a la mía para colocar el mismo letrero. Siempre ambos, compañeros de pasillo, viajando a través del mundo y encontrándonos a veces junto al mar y otras en el hemisferio sur. Siempre con demasiada prisa como para cruzar una sola palabra.

Aquel otoño, dorado tenue por la escasez de Sol y las hojas caídas de los árboles, hubo un congreso en la Costa Blanca al que mi empresa me obligaba a asistir. Yo, aunque reacia como siempre, acudí porque en realidad no encontraba otra cosa mejor con la que ocupar mi tiempo. Pasé por la mañana, poco después de las 7 y camino del ascensor, por delante de tu puerta. En un principio no supe que el ocupante de aquella habitación eras tú, pero la visión de aquel cartel abrió dentro de mi mente una pequeña manilla que comenzó a gotear, inundando poco a poco mi cabeza con tu imagen.

Esa misma noche, cuando estaba a punto de salir del hotel, alguien pasó a mi lado, como una presencia cuya esencia dura un instante y después sólo queda vacío. Sin siquiera girarme supe que eras tú. Tú, siempre con tus andares frenéticos, las mangas de tu camisa meticulosamente remangadas y tu incansable puntualidad con el cartel de las 7. Tú con todas aquellas cosas que yo detestaba en un hombre. Pero al mismo tiempo tú y tu maravilloso aroma y tu misteriosa presencia, tú y el absorbente halo que te rodea. Desahucié de mi cabeza todo sentimiento de culpa respecto a la cena que me iba a saltar y caminé directamente hasta el ascensor. Las puertas estaban a punto de cerrarse y me colé por el estrecho espacio de aire que dejan un instante antes de aplastarlo como si fueran prensadoras.

Estábamos tú y yo solos, en el ascensor, con el número 7 señalado en luz amarilla. Tu piso, compañero de planta. Te miré fijamente, queriendo que  leyeses en mis ojos todo lo que quería contarte y que no me atrevía a decir: que te deseaba y que al mismo tiempo te odiaba, que estaba loca por sentir algo así por alguien a quien apenas conocía. Tú me devolviste la mirada y esbozaste una media sonrisa.

- Nos conocemos.

No fue una pregunta. El agua con tu imagen desbordó mi cabeza y me lancé hacia tu cuello como si fuera una vampiresa sedienta de sangre, y tu olor, tu olor y el calor de tu pecho y tus manos temblorosas en las que por primera vez no percibí aplomo, me sumergieron en una burbuja. Sentía el aire denso, como si estuviera compuesto de aceite, y el sonido de la puerta de tu dormitorio al cerrarse fue como un cañonazo en la distancia. Poco me importó el precio de tu corbata de marca o que los botones de tu camisa volaran por los aires. Tú estabas ahí, conmigo, cuando treinta segundos antes no eras más que un extraño entrando en un ascensor.

Lo que pasó aquella noche queda entre nosotros, como un secreto que guardan dos niños pequeños y que hace de su amistad algo casi sagrado, porque a nadie le importa saber más que el dato de que, a la mañana siguiente, sobre las diez, cuando aún seguíamos despiertos, saliste sin tu chaqueta impoluta ni tus pantalones de raya perfecta ni tus dientes recién cepillados y dejaste en la puerta colgando un “do not disturb”.






Visitas.

Song of myself. XXIV

Unscrew the lock from the doors!

Unscrew the doors themselves from their jambs!
Whoever degrades another degrades me,
And whatever is done or said returns at last lo me.
Through me the afflauts surging and surging, through me the current and index.
I will accept nothing which all cannot have their counterpart of on the same terms.

Walt Whitman.