La rutina. De nuevo, las clases. Y el ir y venir de gente, de gritos, de empujones en el Metro y de aire denso en los pasillos. Hace más de tres semanas que mis vacaciones de Navidad terminaron y lo hicieron, afortunadamente, después del imperativo del calendario: incluso el tiempo se permite un poquito de rebelión en ocasiones.
Sin embargo es ahora cuando empiezo a tomar consciencia de que las cosas han vuelto a su orden natural, como un río que se sale del cauce durante los días estivales y que con la llegada del otoño vuelve a su viejo camino. De nuevo la rebelión, esta vez en la Naturaleza.
Y es precisamente la rebelión algo en lo que pienso a menudo. Porque “rebelión” es una palabra muy amplia y porque engloba cientos de significados. Es uno de esos términos que son como el agua, que carecen de forma definida y adquieren la que tenga su recipiente. O la que le demos en nuestra mente.
Y siempre hay algún escéptico (o alguien que dice ser crudamente realista) que sube un par de dedos la persiana y deja que alguna sombra se introduzca en nuestra habitación iluminada. Y dice cosas que se parecen a “como si una rebelión fuera a servir para algo”.
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