
No se había dado cuenta hasta entonces de lo presentes que estaban las luces en su vida: en las mejores noches que había pasado, en los días lluviosos de colegio, en todas las personas a las que quería. Pensó en lo afortunadas que son aquellas personan que tienen luz, y también pensó en la ventura de aquellos que viven a su alrededor y pueden calentar sus manos y su corazón con su incandescencia. Pensó en una bombilla y en los insectos que revolotean a su alrededor atraídos por ella, en una hoguera acertada en noche fría y en todos aquellos que se reúnen en sus márgenes para alimentarse con su calidez.
Mientras el rojo y el ámbar confluían en sus retinas, salpicados de vez en cuando con el verde de los semáforos, se preguntó porqué los poseedores de la luz nunca la pierden: incluso en los momentos en los que más vapuleados son por la vida siguen conservando su resplandor. Y en estas cavilaciones estaba cuando distinguió el contorno del autobús que esperaba a lo lejos.
Sacó el billete e hizo un gesto con la mano para que quien lo guiaba no olvidase aquella parada. Cuando puso el primer pie sobre el suelo grisáceo y lleno de manchas, su reloj marcó la medianoche. Antes de picar, el conductor le obsequió con una amplia sonrisa bajo una nariz roja por el frío.
Durante la búsqueda de un asiento libre creyó encontrar la respuesta: hay ciertas personas que no tienen luz, que no la poseen como pueden poseer una prenda de ropa o una casa de la que pueden desprenderse en cualquier momento. Existe una venturosa clase de personas que, sencillamente, son luz. Y, habiendo descubierto esto, el camino de vuelta a casa le resultó mucho más liviano de lo que solía parecerle: incluso llegó a disfrutar de la calma de la madrugada, del abrazo del frío, del suelo manchado del autobús, de las luces…